8.7.10

Primera vez...: Miguel Cane

Uno nunca sabe cuándo le va a cambiar la vida y es hasta después, cuando ya ha ocurrido, que se recurre a esa sórdida vendimia que es la memoria para identificar los momentos que llevan a ese sendero que se bifurca. En este caso, podría decir que mi vida cambió en el verano de 2004, cuando tenía recién cumplidos los treinta.

El primer momento fue en la casa mexicana de Paco Ignacio Taibo I y su esposa, Maricarmen, durante una comida. En la sobremesa, ella , que ha sido una de las amigas más deinitivas de mi vida, me hizo la invitación a acompañarles en su anual visita a Gijón, con el motivo de Semana Negra. Paco necesitaría un amanuense durante su estancia y dado que como autónomo lo que yo más tenía a mi disposición era tiempo, ¿me interesaría hacerlo?

No necesito aclarar que en mi carrera en la letra impresa, como periodista (que es como me gano el pan) y, más subrepticiamente, como escritor, todo lo que soy se lo debo en gran parte al jefe (como cariñosamente llamábamos a Taibo I). Accedí y fue de ese modo que me encontré en *tournee* europea, una especie de Fräulein Maria cruzada con Bartleby el escribiente.

Llegamos a Madrid el 6 de julio de 2004. Yo no conocía España, aún si tengo incluso lazos genealógicos que me unen a esta tierra –específicamente, a Asturias, aunque las ramas del árbol sean tan lejanas en quinta generación, que ya no existen- así que me encontré de pronto en un territorio desconocido y hasta intimidante. Aunque no lo crean, uno es muy tímido. La noche siguiente, en un hotel de la estación de Chamartín, de donde parte el Tren Negro, vi llegar al contingente de escritores y prensa que conformaría el *entourage*. Por circunstancias del azar, que me gustaría poder llamar Austerianas, acabé como partícipe de una cena multitudinaria, rodeado de gente que no conocía de nada y que, inesperadamente, se volvería significativa en mi futuro.

La siguiente instantánea del cambio de vida, ocurre a bordo del tren, en un trayecto largo por paisajes que no había visto jamás, que me capturaron de inmediato. Así fue como descubrí Gijón: con cielos blancos completamente, con los arcos de Marqués de San Esteban cobijándome en mi camino a Playa Poniente, cada mañana; con San Pedro contemplando serenamente al mar y con la algarabía de las carpas en el Isabel La Católica.

Conforme se fueron estrechando lazos con mis nuevos amigos, un poco con tiento y perplejidad, otro poco con la exaltación que causa el inexplicable encuentro fortuito con gente que será afecto inestimable para uno, también creció mi atracción por la ciudad; responsable de este *affair* amoroso con Gijón fue el Jefe, que me llevó una mañana a conocer Cimadevilla y los lugares donde surgió su perdurable noviazgo con su compañera de vida, así como las termas romanas y la casa natal del prócer Jovellanos, la Colegiata y el Elogio del Horizonte.

Cuando recuerdo el verano del 2004, inevitablemente entran en mi cabeza, como la noche o como río caudaloso, como plata que se vierte, una serie de momentos vividos aquí: amigos que hice, edificios y plazas, terrazas para el vermú, costumbres, ritos, comidas, cenas; la feria que es la Semana, la guerra secreta gaviotas *versus* palomas, e inevitablemente, los Super Ratones haciendo versiones de Los Kinks en la carpa del Savoy una noche de lluvia.

El verano terminó para mí en soledad, en San Lorenzo, el día que regresaba a México a continuar mi vida, viendo el amanecer. Pensé entonces que no volvería más a esta villa y quise retenerla en mi mente como estaba, mantenerla intacta como *souvenir*.

Pero volví.

Y volví otra vez y otra.

Ahora vivo en un ático en La Arena y camino seguido por el muro. Mientras lo hago, pienso que mi vida cambió mucho en estos pocos años, y todo deriva de ese verano, de esos cómplices magníficos que me han recibido, mostrándome el sendero para encontrar, paso a paso, calle por calle, esta ciudad que me eligió, igual que yo a ella.