7.6.10

Mi debut y una conjetura sobre el futuro probable: Guillermo Orsi

Llegué muy temprano al hotel de Chamartín, cargado de maletas, porque Argentina está lejos y porque mi mujer no se priva de nada, a la hora del equipaje. Soy tímido, “algo lento”, decía mi madre, fuente única del saber absoluto, y encarar hacia aquel grupo de desconocidos no fue fácil, pero la cálida recepción, el saber que no era el único extranjero, la cordialidad y el entusiasmo compartidos, me fue ganando y nos embarcamos todos, felices, en el mítico Tren Negro.

Empecé a comprender de qué trataba la Semana Negra: una expedición al mundo del crimen literario desorganizado, con un jefe absoluto con el que nadie discute, no porque sea autoritario sino porque lleva ganadas veintidós batallas –este año va por la vigésimo tercera-.

Ya antes de llegar a Gijón, y luego de tumultuosa conferencia de prensa en el tren, se largó la comilona. En Mieres, desfile con gaiteros, sensación de tropa victoriosa o de elenco circense, o de ambas cosas. Hacia la media tarde, descenso en Gijón, banda de música con mini concierto, apresurado paso por los hoteles asignados y a la ceremonia inaugural, con discursos y más tapas y tragos. Cuando todo parecía haber acabado, marcha al parque donde se celebraba la Semana, corte de cintas, aplausos y vítores, y desconcentración.

Al tenderme por fin en la cama de mi habitación me dije que si todos los días iban a ser parecidos, mi fatigado físico de avanzado cincuentón no lo soportaría. Pero sólo fueron parecidos en intensidad, porque en los nueve días siguientes desfilaron personajes variopintos de una literatura que apenas si conocía como lector y, a partir de entonces, en julio de 2004, como una suerte de autor recién llegado.

Porque Semana Negra es eso que a veces nos cuesta explicar a quienes no la conocen: un lugar de encuentro con casi todo lo que se escribe lejos de las academias, una feria de chorizos y de autores más o menos siniestros y tan entrañables, una enorme, multitudinaria probeta en la que, durante una semana al año, hierven cerebros que, de no existir la literatura, tendrían sus neuronas conectadas a operaciones delictivas que ninguna policía del mundo podría jamás descubrir y ningún sistema judicial, condenar.

Semana Negra es contacto físico, pasión, papel impreso, calor popular, música, comida y tragos. Ahora amenazan con el libro electrónico, con que el papel está condenado a desaparecer o a buscar, lánguido y solitario, el refugio de los nostálgicos. Juegan con fuego, quienes esto impulsan. La creación literaria negra y criminal, si tal Apocalipsis sobreviene, se las ingeniará para resistir y contraatacar. Lo que esa furia engendre, no quiero ni imaginarlo. Podría ser, no una multitud de desperdigados “e-books”, sino un gigante cibernético, un Schwarzenegger estilo robocop pero inteligente, un robochorro lanzado a una depuración nada cibernética de tanto papafrita oportunista, un vengador invencible que, luego de apoderarse de toda la chatarra de “e-readers”, la compacte en dos gigantescas bolas de metal liviano en cortocircuito, llenas de crímenes sin resolver, de historias a cuyos finales sólo será posible acceder en viejos libros de papel.

¿Dónde encontrarán esos libros, los sobrevivientes de tanto desvarío? En el foco de la resistencia, claro: en Semana Negra.