26.6.10

Aún recuerdo la foto: María Martín

Aún recuerdo la foto, a grandes rasgos, por supuesto, pues mi (des)memoria se ha encargado de borrar los pequeños detalles. Estaba, como todas las de aquel diario nacional, en blanco y negro, pero casi podías ver el verde de la hierba y el gris de las escaleras. En primer plano, un hombre ataviado con un sombrero de color oscuro, posiblemente negro, hojeaba lo que ahora sé que debía ser un A Quemarropa. Al fondo, unas chicas jóvenes sentadas en el suelo con bolsas llenas de historias y cuentos a su alrededor. Y a los lados, gente paseándose ajena al objetivo que captaba aquel momento para servírmelo en bandeja a la mañana siguiente, haciéndome partícipe no sólo de la escena, sino de toda la atmósfera que rodeaba a aquel instante. Casi como si me invitara a irrumpir e integrarme en ella.

Ésa es la primera imagen que recuerdo de la Semana Negra. Una instantánea impresa en papel de periódico. Un atisbo de lo que podría ser, una ventana a una ilusión que me persiguió durante años: ser protagonista de uno de esos instantes congelados. Y en julio de 2009 ese mismo diario, aunque ya no fuera el mismo, ofrecía de nuevo un aperitivo de lo que sería esa fiesta literaria. Un grupo variopinto de gente escuchando a un hombre que había sabido crear y criar una idea. Y en una esquina, de espaldas, mi figura. Entre las dos imágenes, años de intentarlo y no lograrlo. Y un pensamiento al verme allí, casi indistinguible de mis compañeros semaneros. “Por fin”. Y es que después de intentonas, de decenas de planes frustrados por una u otra razón, al final la vida me regaló una de esas carambolas de buena suerte que acabaron conmigo a las 7 de la mañana, en plenas vacaciones, cogiendo un tren que llevaba esperando años.

Los nervios, y mi proverbial desmemoria, han rellenado con niebla mis primeros momentos en la Semana Negra, cuando buscaba alguna cara conocida entre tantos pasajeros. Cuando comparaba mi pequeña maleta con la de aquellos mucho más curtidos que yo en estas lides, que venían preparados para volver a sus casas con sus bolsas llenas de anécdotas e historias que otros habían querido contar. Recuerdo mi timidez inicial, pecado inconfesable para un plumilla, que me hizo caminar sola tras las gaitas que nos recibieron en Mieres. Recuerdo ver los grupos de periodistas y escritores entremezclados y desear formar parte de ellos, sin saber que la baza que tenía en mi mano iba a ser más afortunada de lo que esperaba. Y es que si algo aprendí en aquella jornada de tren que a veces se antojaba interminable es que la Semana Negra es comunidad. Es acoger y ser acogido por extraños con los que, tomando un simple café, de pronto descubres que tienes muchas cosas en común.

Y en un instante los nervios, la timidez, desaparecen y las conversaciones empiezan a fluir, torpes al principio, ruidosas y rápidas después. Libros, cuentos, autores, impresiones, sueños, proyectos... Todo empieza a tomar forma cuando te rodeas de gente con la que compartes no sólo una visión, sino también una pasión. Las comidas se suceden, y las sobremesas, los debates, las entrevistas, las citas informales en la terraza de la carpa grande para comentar el día, la tarde, el último libro leído. Y personas que admirabas en la distancia sólo unos días antes comparten contigo un pedazo de ellos como si os conocierais de toda la vida. Y es todo tan normal y tan fluido que no encuentras nada extraño en lo que te rodea, cuando en realidad el asombro no debería abandonarte ni un sólo minuto. A veces levantas la cabeza, intentas mirarte desde fuera y descubres que el asombro no te ha dejado, es sólo que está agazapado, apabullado entre tantas experiencias nuevas que ya no sabe cómo expresarse. Paseas entre los stands una y otra vez, hasta que los libreros te conocen y, esta vez sí, han traído el libro que llevas pidiendo un par de días. Recorres la distancia que separa las carpas una y otra vez, pero los pies no se quejan hasta que llegas a la habitación del hotel. Tus ojos se llenan de colores y luces, el olor del mar lo llena todo algunas noches, la música de las atracciones se funde con las palabras de los que te rodean, e incluso con sus (y tus) actuaciones nocturnas al amparo de la discreción del Hotel Don Manuel, creando una banda sonora que no podrás recuperar en su totalidad cuando llegues a casa, aunque tampoco la perderás del todo.

Pero como todo lo bueno, la Semana Negra también termina. Y llegan las despedidas, las promesas de mantener el contacto, los buenos deseos y los infructuosos intentos de meter en aquella pequeña maleta todo lo vivido en unos días. No caben la ropa, los libros firmados, los cuadernos, los pequeños trofeos logrados. No cabe el sueño acumulado, la arena de playa, las canciones destrozadas a la luz de la luna, las miles de fotografías que aún así parecen pocas. Pero al final, como siempre, más mal que bien, logras meterlo todo y encerrarlo en un pequeño espacio mientras la cremallera se desliza por sus raíles. Echas la vista atrás y sonríes, mientras ese gusanillo que se te ha metido en el cuerpo sin que te des cuenta te murmura al oído que ya queda menos para la siguiente edición.